39 palabras (I)
39 palabras (II)
39 palabras (III)
39 palabras (IV)
Siempre me ha obsesionado la descripción minuciosa del momento en que apareciste. Poder anotar toda esa semiología profusa, pasmosamente correlacionada con lo tanto escrito en cientos de textos y obras, inventario de signos y presagios desencadenados en el tiempo que estuviste cerca, pero sobre todo con el tiempo que estuviste lejos. Porque el síndrome que refiero, seguramente compartido por ambos, se debe más a tu ausencia que a tu presencia y , con certeza, de haber sido el espacio común más cotidiano – a esto siempre llegamos a un acuerdo – la sintomatología hubiera sido probablemente más larvada y autolimitada, quizás inexistente.
Me fascina detallar todo lo acaecido aquel día, cada uno de los gestos de tus manos sobre tus clavículas, tus muñecas, las cuentas del collar, realizar un listado de la ropa y de los objetos que llevabas, el pañuelo en el pelo, un mechón herido. Enumerar los factores contextuales, el escenario en que viste la luz, aunque era de noche, la metereología, la consistencia de las nubes, la temperatura del viento, las personas que había alrededor, cuántas entraron, cuántas salieron, el sonido de las calles o si había algo de música de fondo, el color del suelo, si había llovido o si los suburbios de Tepanahuori despedían un vaho triste, el sabor de la tierra, si las campanas habían sido displicentes al angelus, contar los perros en las columnas y el misterio de los zaguanes.
Me anoto también a mí. Cómo había dormido el día antes, la textura de los sueños, qué alimentos había ingerido los últimos días, si tenía fiebre, si el pulso era un poco más débil, si mis hábitos de paleocortex y reptil habían variado, la flaqueza objetiva de mi alma o la dureza subjetiva de mi sexo, si mi pelo había raleado o mis dedos mecían el aire en sentido contrario como suele ocurrirme en días rojos, la cadencia del aliento, si había tomado más de la cuenta o si el humo anotaba en los ventrículos, cuánto medía mi tristeza o cuánto ocupaba mi esperanza, si tenía réditos de belleza o algún poema anotado en los bolsillos. Si echaba algo de menos, cuánta era mi ñoaranza, cómo el tono de mis zapatos, por qué la debilidad mi fortaleza.
Me gusta analizar una a una las variables para tratar de explicar en qué momento ocurrió todo. Y creo que el momento clave fue cuando cruzaste la plaza, Florentina.
Y el gesto de bajar la barbilla y al cruzar desde la iglesia y en ese momento yo aspiraba el café de un vaso y el olor me llevó a una traza rota que traía el aire bajando del norte y en esa traza venía un recuerdo de la esquina de la cocina de cuando era niño y un azulejo hendido y humo en el envés del recuerdo y un gato claro cerca y al mirarte y el muro de Junio y llevabas la mano a la nuca y el pelo caía en la espalda y ahí el aire dejó y la pendiente de tu espalda y el café se vino a mi lengua y pensé en tu vientre transparente y en mi boca y fue como algo agarrado en el pecho para emerger, de libro, la patología conocida y descrita.
Creo que así fué.
Pero si el misterio de cómo apareciste y cómo ocurrió todo es inmenso, el misterio de cómo desapareciste fue más fascinante aún.
Aquí la descripción minuciosa se difumina. Pierdo variables. Sólo recuerdo. Una mañana El horizonte La frontera de la ciudad con el cielo eran azules, Pensé en la borrina que siempre señalaba mi padre cuando eramos críos El mundo era azul De un azul que parecía imaginado. Era Abril Hacia frío y me quedé mirando todo aquello con una desprovisión de ánimo. Pero algo así rozaba perfecto la Belleza
Cerré los ojos Décimas de segundo.
Cuando los abrí de nuevo
ya no quedaba ni un resto de vos.
Pero tampoco quedaba nada de mi
Desde entonces
lo mejor para saber
qué fue de aquel
es interrogar
dentro de ti.